Un retrato íntimo del conflicto armado interno.

Reseña de: Fabiola Pinel, Danza entre cenizas

(Apogeo, 2022)

 

Dynnik Asencios

Instituto de Estudios Peruanos

https://orcid.org/0000-0002-9093-1495 

doi: 10.46476/ra.v4i1.165

 

El conflicto armado interno ha dejado una profunda cicatriz en nuestra historia nacional, y es a través de la literatura que podemos acercarnos de manera íntima a aquellos años turbulentos. Dentro de un vasto repertorio de novelas aparecidas en el presente siglo1, destaca una reciente obra: Danza entre cenizas (2022, Editorial Apogeo) de Fabiola Pinel. Esta novela se convierte en una ventana hacia el pasado, transportándonos a aquellos años y apelando a las situaciones que vivían las protagonistas del libro: Clara y Ñantika.

Desde los primeros capítulos de la novela, Pinel nos sumerge en un mundo de ficción meticulosamente construido, impregnado de testimonios reales, vivencias personales y generacionales. La historia narra la vida de Clara, una adolescente limeña que reside en un barrio de clase media en crisis. Clara, a punto de cumplir quince años, vive la cotidianidad propia de su edad sin sospechar los giros que tomarán los acontecimientos en los próximos meses. La historia se enmarca en un contexto de crisis económicas, convulsiones sociales y acciones subversivas que van marcando de manera indistinta a los personajes dependiendo de dónde se vive y de cómo se siente y afecta la guerra.

La novela nos presenta a Clara Taype, proveniente de una familia que no es diferente muchas otras, enfrenta problemas económicos, distanciamientos y acercamientos entre los hermanos, nada fuera de lo común en aquel entonces. El padre, ausente y decidido a irse de la casa por una mujer más joven que la madre, añade tensiones adicionales. A pesar de todo, Clara experimenta momentos de alegría, diversión y construcción de su identidad como cualquier joven adolescente. Jorge, su enamorado y vecino, se convierte en un importante apoyo emocional durante esa etapa de su vida, pero no será suficiente para retenerla:

La iba a recoger en bicicleta al cole y Clara partía con él, sentada en la barra de la bici, agarrada del timón. ¡Cómo le gustaba la adrenalina del viaje! Esquivar los carros, sentir el viento en la cara, pero sobre todo le gustaba tener cerca el calor del cuerpo de Jorge con sus brazos fuertes que la envolvían. Conversaban de todo, se ayudaban a estudiar para los exámenes, escuchaban música. También se encerraban en su cuarto a descubrir sus cuerpos (p. 19).

De manera inesperada, la vida de Clara dará un vuelco cuando su hermano Abel, estudiante de una universidad pública, es arrestado y acusado de pertenecer a Sendero Luminoso. En ese momento, ella se da cuenta de que su mundo en el que había vivido hasta ese entonces ha sido una burbuja, construida tanto por ella misma como por su familia para protegerla de lo que sucede a su alrededor:

Ella le contó lo ocurrido, despacio, pesando sus palabras, como tratando de entender ella misma la situación. «También el chico dijo que quemáramos todo lo que tenga que ver con el partido», explicó. «¿Qué partido, Mari?», indagó Clara con aire inocente. «¡Mierda, mierda, mierda! El partido comunista pe›, monse... Como paras siempre en la luna con el Jorge, no sabes nada, o sea Sendero Luminoso», contestó. «¡Qué tonta!», concluyó, mirándola molesta como para desquitar los nervios que también se le agitaban. «Revisemos todo a ver si encontramos algo escrito en rojo con la hoz y el martillo, ¿o ahora no sabes qué es una hoz y un martillo?», continuó reprochándola (p. 30).

La situación de su hermano, preso y llevado a una prisión de máxima seguridad al este de Lima, cambiará la vida de Clara para siempre.

Como es sabido, la situación carcelaria trastoca las dinámicas y rutinas en el seno de una familia, y la de Clara no es la excepción. Las visitas a su hermano son una experiencia que lleva a todos a posponer lo que ellos llamaban normalidad con la finalidad de ayudar a su hermano Abel. La llegada a un espacio carcelario controlado hasta lo más mínimo por la organización se convierte para Clara en un espacio de resistencia y diferencia en comparación con lo que ocurre entre muros. Clara descubre que toda prisión suele ser un depósito de cuerpos, un fracasado sistema penitenciario que ya se encontraba en crisis y que estaba muy lejos de resocializar, rehabilitar y reeducar. Sendero Luminoso supo aprovechar esta realidad para construir un mundo ideal para quienes lo visitaban:

Para las visitas era reconfortante escuchar la música de resistencia y alegría, en vez de la sordidez y la tristeza. El baile las transportaba a una fiesta, aunque los encargos de Abel, y ver sus ojos desesperados cuando preguntaba por su caso, así como los sellos estampados en sus antebrazos, las devolvían a la realidad de estar en una cárcel y de tener a su hermano preso (p. 49).

Era una institución total que disputaba el control del espacio a otra institución total, el Estado.

Las visitas permitieron no solo conocer el interior de la cárcel, sino también conocer a Ñantika, una niña de apenas 13 años que visitaba a su madre, quien ya llevaba tiempo en prisión. Entre Clara y Ñantika se tejió una amistad entrañable, pero también se abrió una puerta para conocer el otro lado poco conocido de lo que acontece en un espacio tan parametrado y controlado hasta los más mínimos detalles por la organización, una perfecta institución total erigida en prisión. Esta estaba caracterizada por rituales, lenguajes y dinámicas propias, en medio del secretismo y la clandestinidad propias de la organización que estaba muy lejos de la estructura de control y disciplina, como lo señala Goffman, con respecto a las prisiones caracterizadas por reglas estrictas, vigilancia constante, pérdida de autonomía personal y la construcción de una subcultura carcelaria.

De esta manera, Clara, ahora llamada Grace, y Ñantika, conocida como Wendy, se van adentrando en el mundo de la guerra que ellas van recorriendo con inocencia e ingenuidad, construyendo sus propios referentes y reemplazando aquellos que no pudieron retenerlas en su mundo anterior y que decidieron dejar atrás porque no tenían nada para ellas. Su paso por la organización de familiares de los presos va estableciendo nuevas rutinas hasta que llega el momento en que dejan de ir al penal, para continuar ascendiendo sin saber cuál podría ser el final:

Ñantika y Clara continuaron siempre juntas, como uña y mugre: colectas, visitas, fiestas, ventas, etc. Entre tanto, la abuela de Ñantika vivía en angustia permanente por su nieta de trece años, que se escapaba temprano a los mercados para recolectar comida y a veces no llegaba a la casa por quedarse con Clara, luego de alguna fiesta (p. 70).

Los estudios de un marxismo de manual, en las frías madrugadas de invierno no se hicieron esperar y las adolescentes Grace y Wendy eran conscientes de ello:

Clara nunca antes había estado en El Agustino. Lo que más le sorprendió de ese barrio fue que siempre se oía alguna fiesta cercana. Podía ser lunes, martes o jueves. Fiesta igual. «¿Cómo puede ser que en El Agustino todos los días haya una fiesta o un concierto? Está bien los viernes o sábados, como en mi barrio, ¿pero entre semana? ¿La gente no estudia, no trabaja?», se interrogaba Clara. Y la música chicha, que al principio le ayudaba a mantenerse despierta, luego ya ni la escuchaba, muerta de sueño, tratando de entender por qué Kautsky era un revisionista (p. 87).

Así, las inseparables Grace y Wendy se van moviendo por las diferentes localidades de la Lima periférica, llegando a lugares hasta ese momento desconocidas como las barriadas y asentamientos humanos, ubicados en los diferentes conos de la ciudad y relacionándose con un sinfín de personajes como Abel, Mercedes, Víctor y Grimaldo o los subterráneos Beni, Soldado y El Facho, cada uno con un peso distinto que, lejos de alejarlas del camino elegido, terminan por mantenerlas:

Poco a poco fueron conociendo a los subterráneos por sus chapas: el Soldado, el Nico, el Beni, el Facho. Las mujeres eran solo dos: Zoraida y otra chica que ni conocieron bien porque luego se sorprendieron de verla como interna en el 1A. Los subtes hablaban siempre sobre grupos de rock, conciertos en «El Hueco», la necesidad de cambiar el sistema, del anarquismo, bla, bla, bla... Zoraida era gordita, blanca, con lentes redondos y finos. Su melena negra, larga y abundante, enmarcaba su rostro redondo y de frente amplia. Era algo así como la intelectual del grupo subte y se daba aires de superioridad. Los chicos subtes babeaban por ella y la miraban embobados. Era más amiga del Facho, un miraflorino también de lentes, piel mestiza y hombros caídos. Ñantika y Clara le habían puesto de chapa «el topo» por sus lentes y porque se las pasaba leyendo (p. 97).

Los pensamientos de la muerte empiezan a emerger en las conversaciones de Grace y Wendy, pero no es el único fantasma que acecha a los protagonistas. Además, está la violación de la que podrían ser víctimas si son detenidas, y son algunas preocupaciones que nos llevan a adentrarnos en sus miedos más profundos y en la lucha interna por preservar su dignidad y su integridad en medio del caos y la brutalidad. Hasta que una tarde ambas serían detenidas:

Clara cerró los ojos y trataba de proteger su rostro de los golpes que llovían, hasta que las patearon en el suelo. Trató de gritar con el trapo en la boca, pero solo emitía gemidos. Se retorcía. No quería mirar, temía que si veía el rostro de alguno luego quisieran matarla. Los golpes pararon. «¡Párense, mierdas!», las jalaron del pelo, las pusieron juntas mirando a la pared, enmarrocadas con los brazos hacia atrás. Las dos lloraban. A Clara le quitaron el trapo que tenía en la boca. Sintió su lengua seca, rasposa y la garganta ardiéndole... Días antes precisamente había hablado con Ñanty. — ¿Tú crees que resistirás la tortura? Yo no sé. Me muero de miedo. —No pienses, Clara. Odio a los soplones. Mi papá cayó por un soplón miserable. Más que a la tortura, yo tengo miedo a que me violen. ¿Te imaginas? (p. 131).

La novela continua, transita y reconstruye algunos hechos que marcaron las noticias policiales de aquellos años convulsionados en una Lima que crecía de manera horizontal y que vivía de espaldas a lo que ocurría en las zonas rurales hasta casi finales de los ochenta, y que pocos recuerdan. Así van apareciendo otros personajes, cada uno con sus matices. Algunos son más rígidos, otros más flexibles, de diversas edades y también de diferentes estratos socioeconómicos. En lugar de alejarlos, terminan más bien coadyuvando a adentrarse más y más en un destino incierto, hasta llegar a los inicios de los noventa, en los cuales se producirían otros eventos que gatillarían decisiones que las llevarían por otros rumbos y determinarían los siguientes decenios. Uno de ellos fue Grimaldo, aquel señor que más que una figura del papá ausente en casa, termina siendo lo que todo adolescente anhela: ser reconocido, escuchado y valorado:

Cuando «Grace» iba a levantar el brazo para despedirse de «Grimaldo», este se acercó y la abrazó por primera vez. Ese gesto la sorprendió, pero respondió a tiempo al abrazo. Recién se percató de que «Grimaldo» le llegaba a la altura de las cejas. Siempre pensó que era casi de su talla. Luego la cogió de los hombros y la miró con una sonrisa antes de partir. Clara también le sonrió y sintió pena, al recordar que su compañera lo había dejado llevándose a su hija a la selva (p. 139).

Pero la historia no concluye allí.

En los siguientes años, Clara y Ñantika se separarían por decisión de la organización, encontrándose esporádicamente para contarse y ponerse al día de lo vivido en todo ese tiempo, hasta que finalmente se separaron y no volvieron a verse durante mucho tiempo. Ya no podrían mantener esos encuentros, ambas fueron llevadas a un centro para adolescentes en el cual enfrentaron nuevas situaciones, sin saberlo Grace y Wendy estuvieron en un mismo lugar, pero en diferentes pabellones. Casi una década después, cuando ya habían dejado atrás aquellos días oscuros de la guerra, sus caminos se cruzarían nuevamente. Ahora convertidas en mujeres fuertes y resilientes, Clara y Ñantika se reencuentran en un mundo transformado, cargado de preguntas sin respuesta y heridas aún abiertas:

La guerra llegó hasta la capital y ellas no fueron indiferentes. Lo intentaron. Clara y Ñantika se habían volcado con la energía y candidez de adolescentes. Se quemaron, pero sobrevivieron y se levantaron de sus cenizas, con el pesar de haber dejado familiares y amigos en el camino. Habían descubierto, dolorosamente, que la paz siempre sería mejor que la guerra (p. 264).

El relato de Grace, reconstruido por Pinel, permite identificar lo que varios estudios han señalado como los elementos que terminan siendo factores decisivos para ingresar a organizaciones radicales, sin importar la letalidad o el tinte ideológico. Durante mucho tiempo se ha hablado de los factores estructurales como la palanca principal, pero estos no resultan suficientes sin otros que tienen un peso similar o mayor, como los acontecimientos catalizadores, aquellos hechos sociales que terminan siendo el líquido efervescente que impulsa a las personas. Sin embargo, tampoco terminan siendo determinantes sin considerar los llamados factores de empuje, que son los componentes subjetivos que el individuo elabora para justificar su decisión y, finalmente, los factores de atracción, los cuales no se limitan solo a la exposición a las ideologías algunas veces sobredimensionadas en su rol, sino también al papel que juegan los «reclutadores» que terminan siendo fundamentales y claves en momentos para decidir hacia qué dirección orientarse.2

Fabiola Pinel no solo marca una nueva forma de relatar una época de la Lima oscura, sino que, además, a través de su exploración del conflicto armado interno, rompe con los estereotipos arraigados sobre los sujetos implicados en dicha época de violencia. La novela nos muestra personajes complejos y multidimensionales, alejándose de la imagen petrificada que ha impedido conocer a profundidad las diferentes perspectivas y motivaciones que impulsaron a las personas a participar en aquellos eventos históricos. A través de la historia de Clara o Grace y su entorno, la autora desmantela preconcepciones simplistas y nos invita a cuestionar nuestras propias suposiciones sobre los individuos involucrados en el conflicto. De esta manera, Danza entre cenizas nos brinda una oportunidad única de ampliar nuestra comprensión y apreciación de la complejidad humana en tiempos de crisis y conflagración social.


1. En el presente siglo, numerosas novelas de ficción han abordado el tema del conflicto armado interno. Estas obras literarias exploran los diversos aspectos y consecuencias de este período oscuro de la historia. Autores como Santiago Roncagliolo con Abril rojo (2006), Martín Roldan con Generación coche bomba (2007), José de Piérola con El camino de regreso (2007), Iván Thays con Un lugar llamado Oreja de Perro (2008), Carlos Enrique Freyre con Desde el valle de las esmeraldas (2009), Alina Gadea con Otra vida para Doris Kaplan, Miguel Arribasplata con La niña de nuestros ojos (2010), Claudia Salazar con La sangre de la aurora (2013), Harol Gastelu con Viaje al corazón de la guerra (2013), Gálvez Olaechea con Con la palabra desarmada, Ensayo sobre (pos conflicto) (2015), Oscar Gilvonio con De la ternura y la guerra, y Manuel Marcazzolo con Desde la Memoria (2022), entre otros.

2. Sobre el radicalismo se puede revisar en autores como Rositsa Dzhekova, 2016, Understanding Radicalisation: Review of Literature; Alex P. Schmid, 2011, The Routledge Handbook of Terrorism Research; Claudia Hilman, 2012, Entre la pluma y el fusil; Tomás Abraham, 2017, El deseo de revolución. Algunos de los textos y otros citados fueron de utilidad para la investigación de Antonio Zúñiga sobre la permanencia y abandono en integrantes en Sendero Luminoso en la las últimas décadas (https://tesis.pucp.edu.pe/repositorio/handle/20.500.12404/21966)